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Salud y desastreJonatan RapaportEl deterioro del estado de salud de la población suele ser uno de los impactos más graves de los desastres, tanto los generados por catástrofes naturales como por conflictos armados. En ocasiones, los desastres acarrean auténticas crisis sanitarias, caracterizadas por la propagación de epidemias, que frecuentemente son la principal causa del aumento de mortalidad durante ellos. En consecuencia, las actuaciones en materia de salud son prioritarias durante las emergencias. El impacto de los desastres en el campo de la salud varía según la naturaleza de los mismos, su duración e intensidad. En primer lugar, cabría hablar de los desastres activados por catástrofes naturales, cada una de las cuales puede tener efectos diferentes. Por ejemplo, un terremoto puede quebrar súbitamente las infraestructuras sanitarias o las canalizaciones de agua, a diferencia de una sequía, cuyo principal impacto será un progresivo debilitamiento físico derivado de la malnutrición y el empobrecimiento. Ahora bien, mucho más perniciosos suelen ser los conflictos civiles y la violencia política, cuya gravedad ha ido creciendo en la última década, hasta el punto de que hoy son considerados como uno de los grandes problemas de salud pública (Ugalde et al., 1999:104). Esto es consecuencia de algunas de las características de las guerras actuales: en la mayoría de ellas el objetivo militar es la propia población civil, al tiempo que se emplean tácticas militares y armamentos que pueden causar graves daños a aquélla, a las infraestructuras y al medio ambiente. Ahora bien, obviamente las secuelas dependen del tipo de conflicto. Los de baja intensidad, o los caracterizados por prácticas represivas anti-insurgentes por parte del gobierno, aunque pueden ocasionar un número de bajas comparativamente moderado, suelen acarrear graves secuelas sobre la salud mental de las víctimas y las comunidades afectadas. Por su parte, las crisis sanitarias y la destrucción de los sistemas de salud, aunque pueden ser causadas por las guerras internacionales, son más graves en los conflictos civiles con un componente étnico, sobre todo cuando se recurre a prácticas de genocidio y “limpieza étnica” que provocan las migraciones forzosas, la hambruna y la paralización de los servicios públicos. 1) El impacto de los desastres en la salud Los desastres golpean a la situación de la salud en tres frentes: a) El aumento de la susceptibilidad o propensión fisiológica a contraer enfermedades La debilidad y pérdida de defensas del organismo como consecuencia de la malnutrición favorecen el deterioro del estado de salud del individuo. En efecto, el desastre provoca una pérdida de la seguridad alimentaria, esto es, del acceso al alimento, por parte de los sectores vulnerables, debido a su empobrecimiento, la disminución de la producción agrícola y la perturbación de los mercados. A ello se suma en muchos conflictos el uso del hambre como un arma de guerra (negando el alimento a determinados grupos), o la desviación fraudulenta de la ayuda alimentaria para beneficio de determinadas facciones combatientes (Ugalde et al., 1999:114). De esta forma, se genera un incremento de la malnutrición, que en ocasiones puede presentar niveles graves, y que favorece la contracción de enfermedades, las cuales a su vez contribuyen al incremento de la malnutrición dando lugar a un círculo vicioso. El resultado es con frecuencia unos altos niveles de mortalidad, especialmente en la fase aguda de las emergencias. b) El incremento de la exposición a las enfermedades Uno de los factores que hacen de los desastres un caldo de cultivo ideal para la transmisión de enfermedades son los desplazamientos masivos de población que son producidos por las calamidades naturales y, sobre todo, por la violencia. Dichos movimientos de personas y su posterior hacinamiento en zonas seguras o en campos de refugiados en condiciones de insalubridad favorecen en enorme medida el contagio (ver refugiados, campos de). Entre aquellos que han huido de violencia, especialmente cuando el éxodo es repentino y el número de desplazados alto, los índices de morbilidad suelen ser especialmente elevados, con tasas de mortalidad que pueden ser hasta 60 veces superiores a las de su comunidad de origen (Ugalde et al., 1999:113). Las enfermedades transmisibles susceptibles de prevención, como las infecciones respiratorias agudas, el paludismo, el sarampión o las enfermedades diarreicas, son las principales causas de mortalidad entre la población desplazada. El desastre, particularmente la guerra, propicia también la difusión de enfermedades de transmisión sexual, incluido el sida, debido a las razones mencionadas, así como también a que el contexto de desestructuración social y de violencia favorece la alteración de las pautas sexuales y los abusos sexuales (sobre todo por parte de los militares), al tiempo que dificulta la adopción de medidas preventivas y profilácticas. A esto hay que añadir el gran número de heridos y discapacitados consecuencia de las acciones militares y de las minas antipersonales, cuyas secuelas perduran largo tiempo tras el conflicto. Cada mes 800 personas mueren y otras 1.200 quedan mutiladas por las minas (CICR, 2000), requiriendo una prolongada y costosa asistencia médica y social. Los desastres también afectan a la salud mental de quienes los sufren, siendo éste un aspecto que, por menos visible, ha sido soslayado hasta hace poco tiempo. La salud sicosocial se ve afectada en las situaciones de emergencia por la pérdida de cohesión de la comunidad, las dificultades de comunicación entre las personas, o la alteración de los valores tradicionales. Ahora bien, el denominado estrés postraumático suele ser más agudo y dejar secuelas sicológicas más duraderas en contextos de conflicto, debido a la vivencia de situaciones traumatizantes como bombardeos, matanzas, torturas o violaciones sexuales. Entre sus secuelas se encuentran los desórdenes psicosomáticos (dolores de cabeza, nerviosismo, insomnio), afectivos (depresión, ansiedad, temores y fobias, sentimientos de culpa) y del comportamiento (agresividad, irritabilidad, tendencias suicidas, abuso de alcohol y otras drogas). c) El deterioro de los servicios e infraestructuras de salud Los conflictos, y en parte algunas catástrofes naturales, ocasionan daños al sistema de salud en todos los aspectos: – La capacidad de planificación y gestión, que se ven afectadas por la falta de medios institucionales para responder a las emergencias, y por la desestructuración sociopolítica e incluso la descomposición de las estructuras del Estado (ver emergencias complejas). Durante los contextos de emergencia en los Estados débiles, frágiles o fallidos, buena parte de las necesidades sanitarias pueden ser satisfechas mediante ONG internacionales, lo cual, junto a sus innegables beneficios, puede dar lugar a una atomización y fragmentación del sistema sanitario, dada la incapacidad del gobierno de ejercer la coordinación y control necesarios. – La disponibilidad de medios financieros y humanos. Los gastos militares y el deterioro económico implican una disminución de la financiación de la sanidad, dentro de la cual la necesidad de atender a los heridos de guerra obliga a reducir el gasto en atención primaria de la salud o en programas de vacunación y control de enfermedades transmisibles. La falta de recursos para los salarios del personal sanitario provoca su desmotivación y absentismo, al tiempo que el miedo a la inseguridad física provoca muchas veces su huida a núcleos urbanos seguros. El resultado de todo ello es un deterioro de los servicios de la sanidad pública y la creciente privatización de ésta, que dejan indefensos a los sectores más vulnerables. – La destrucción de las infraestructuras sanitarias y de provisión de agua y saneamientos. Tal destrucción constituye un objetivo militar, sobre todo en el caso de los conflictos civiles, con objeto de debilitar a la población enemiga. Sus consecuencias inevitablemente son la huida del personal sanitario, la pérdida de cobertura sanitaria y la paralización de los programas de control de enfermedades, el deterioro del acceso al agua potable y de las condiciones de salubridad, y, en definitiva, la propagación de epidemias. – La provisión y el acceso a los servicios. Como consecuencia de todo lo anterior, la población encuentra mayores dificultades para acceder a los servicios de salud: a) en lo geográfico, la disminución de los centros de salud en funcionamiento incrementa la distancia media entre el lugar de residencia y los mismos; b) en lo económico, resultan menos asequibles; y c) en lo social, el acceso puede verse limitado por barreras sicológicas o de otro tipo (Zwi et al., 1999:682). En este último aspecto, la población puede renunciar a acudir a los centros de salud debido a razones de seguridad, esto es, por encontrarse en zonas minadas o en combate, o por el temor a encontrarse con combatientes en el camino.
Fuente: Zwi, Ugalde y Richards (1999:680) 2) Fases de la emergencia y respuesta sanitaria En una determinada emergencia, ya sea por catástrofe natural o conflicto armado, es necesario que las ONG y agencias humanitarias que se desplazan a las zonas afectadas actúen no sólo con rapidez, sino también de forma coordinada con el personal sanitario local. Además, es importante tener en cuenta que los primeros esfuerzos de asistencia frente al desastre, sean organizados o no, siempre se llevan a cabo por la propia comunidad local, debiendo ser éstos apoyados y reforzados por la ayuda que llegue del exterior. Las acciones para frenar los efectos de la emergencia variarán según el tipo de desastre, y serán más complejas conforme también lo sean las causas y dinámicas de éste. En cualquier caso, toda actuación de emergencia requiere una evaluación sanitaria rápida (rapid health assessment), esto es, un análisis urgente y preciso del estado de salud y nutrición de las personas afectadas, a fin de determinar sus necesidades, los recursos materiales y humanos localmente disponibles, y la ayuda que se necesita enviar. Los objetivos de las intervenciones sanitarias en situación de emergencia pueden ordenarse de la siguiente forma en función de la secuencia de los eventos en el tiempo; desde los efectos inmediatos hasta la rehabilitación (Lechat, 1993:8). – Prevenir y reducir la mortalidad, sea causada por la catástrofe, por la demora en la asistencia o por la carencia de cuidados apropiados. – Suministrar cuidados a los damnificados, heridos, quemados, afectados psicológicamente, etc. – Prevenir la morbilidad y consiguiente mortalidad relacionadas con el desastre a corto y a largo plazo, por ejemplo, la diseminación de enfermedades transmisibles por la falta de medios de saneamiento, hacinamiento en refugios provisionales y centros de alimentación comunitaria (enfermedades originadas por el agua, infecciones respiratorias, intoxicaciones alimentarias); epidemias debidas a la interrupción de las medidas de control (paludismo); aparición de enfermedades nuevas, típicas del lugar de reasentamiento (esquistosomiasis, paludismo); introducción de enfermedades importadas, incremento de la incidencia de enfermedades transmisibles como la tuberculosis, aparición de problemas mentales y emocionales, y, finalmente, la morbilidad y mortalidad debidas al colapso del sistema de salud local. – Asegurar la recuperación del estado de salud previniendo la malnutrición a largo plazo, causada por un deterioro de la seguridad alimentaria familiar por múltiples factores: pérdida de la producción agrícola, pérdida de los ingresos, declive del estado sanitario y de salubridad, etc. – Restablecer o rehabilitar los servicios de salud en la medida de lo posible, aprovechando la oportunidad de mejorarlos con respecto a su situación previa. Los desastres son procesos caracterizados por la desestructuración socioeconómica y el incremento de la mortalidad. Las emergencias complejas, en particular, dado que combinan diferentes elementos (guerra, hambruna, desplazamientos poblacionales, epidemias, etc.), son procesos dinámicos que pueden dividirse en varias fases, cada una de las cuales se caracteriza por problemas y prioridades que van modificándose en el tiempo. En general, los indicadores más específicos de la situación de salud de la población afectada por los desastres son los índices de mortalidad. Por esa razón, según puede verse en la tabla adjunta de Burkholder y Toole (1995:1012-3), en función de tales tasas de mortalidad la situación de emergencia puede dividirse en tres fases, diferenciadas en cuanto a sus marcos temporales (aunque éstos son aproximados), sus prioridades y las intervenciones que son necesarias. a) Fase aguda de la emergencia Esta fase suele presentar una elevada tasa de mortalidad, a la que contribuyen la fatiga de los refugiados o desplazados internos recién llegados al lugar de asentamiento, el hacinamiento en los campos y la dificultad para garantizar de forma urgente mediante la ayuda las necesidades básicas de gran cantidad de personas. Las enfermedades transmisibles acompañadas de altas tasas de letalidad (proporción de muertos causada por una enfermedad con relación a la cantidad de afectados por la misma) son comunes en situaciones de emergencia, en especial en los países en vías de desarrollo. La alta mortalidad está asociada por lo general a los altos índices de malnutrición, habitual sobre todo entre los niños menores de cinco años, y que puede estar causada por un deficiente consumo de alimentos o por una alta prevalencia de enfermedades transmisibles, como las enfermedades diarreicas o el sarampión. Las prioridades de la ayuda en las primeras semanas radica en proveer, además de protección física frente a los combates, alimentos, agua, refugio y cuidados sanitarios esenciales (ver acción humanitaria: concepto y evolución). En esta fase, las intervenciones prioritarias de salud pública son la identificación de agentes de salud comunitarios y su despliegue en la zona, el establecimiento de centros de rehidratación oral y la inmunización masiva de los niños de entre seis meses y cinco años contra el sarampión (ver vacunación). La puesta en marcha de un sistema de información sanitaria a través de la vigilancia del número de defunciones, las causas de muerte y las encuestas nutricionales, ayudará a evaluar la efectividad de las medidas puestas en marcha e indicará la necesidad de actividades adicionales o la necesidad de medidas de contingencia frente a posibles brotes epidémicos, como por ejemplo de cólera o de disentería. Todas estas actividades sanitarias deben estar enfocadas hacia los grupos más vulnerables, incluyendo los niños no acompañados.
Fuente: Burkholder y Toole (1995:1013). b) Fase tardía de la emergencia El repentino aumento en los índices de mortalidad que ocurre durante la fase aguda de la emergencia es seguido por un descenso gradual de unos seis meses de duración. Con una distribución equitativa de una ración de alimento adecuada, la malnutrición disminuye en este período, aunque puede persistir en algunos grupos. Si la ración de alimentos es incompleta, aparecerán en esta fase los cuadros clínicos por deficiencias de micronutrientes, como el beriberi o el escorbuto. Las causas predominantes de morbilidad y mortalidad continúan siendo la malnutrición, las enfermedades diarreicas, el sarampión, las infecciones respiratorias agudas y el paludismo. De forma paulatina, los programas de ayuda irán pasando de la satisfacción de las necesidades básicas a la ejecución de la salud pública. A tal fin, puede ser oportuno reorganizar las actividades de los agentes comunitarios de salud y, cuando se trabaja en campos de refugiados, reclutar a algunos de éstos para formarlos en actividades básicas de prevención y de atención médica, incluyendo la salud materno-infantil, la salud mental y el control de las enfermedades de transmisión sexual y del VIH/sida. En esta fase, las agencias de naciones unidas y las ONG suelen procurar estandarizar los programas y los procedimientos de actuación, por ejemplo mediante el desarrollo de un programa racional de abastecimiento de medicamentos o la unificación de protocolos de diagnóstico y tratamiento. c) La fase de post-emergencia El perfil sanitario en el campo de refugiados o desplazados comienza en esta fase a parecerse al de la población local. Aunque las enfermedades agudas siguen siendo la principal causa de morbilidad, las enfermedades crónicas, como la tuberculosis y los problemas psicoemocionales, se hacen proporcionalmente más importantes. En esta fase, los campos de refugiados o desplazados se convierten en comunidades estables, por lo que los programas básicos deben ser ampliados para mejorar su eficacia y al mismo tiempo alcanzar la mayor autosuficiencia posible. Los programas básicos de salud pública deben ampliarse para desarrollar estrategias integrales y específicas de salud materno-infantil, salud reproductiva, control de tuberculosis y de enfermedades de transmisión sexual, etc. En esta fase, gran parte de la atención sanitaria es suministrada por personas de la propia comunidad, si bien las ONG pueden contribuir ofreciendo formación adicional y apoyo. El énfasis de la ayuda humanitaria irá cambiando de las actividades de emergencia a corto plazo hacia las actividades de rehabilitación y de cooperación para el desarrollo. 3) Rehabilitación del sistema de salud En el proceso de rehabilitación posterior al desastre, una de las mayores prioridades debe consistir en la reconstrucción del sistema de salud pública. Ésta debe llevarse a cabo en paralelo a las actuaciones en otros frentes igualmente decisivos para mejorar la salud de la población, como son los avances en materia de seguridad alimentaria y de agua y saneamiento. El objetivo debe consistir en proporcionar una cobertura sanitaria adecuada mediante la reconstrucción o creación de una red sanitaria estructurada y jerarquizada, con distintos niveles de prestación que vayan desde los puestos de salud periféricos hasta los hospitales centrales en las grandes ciudades. Además, es importante tener en cuenta que la recuperación de los servicios sanitarios constituye para la población una prueba palpable de la mejora de la situación y contribuye a estimular su confianza en el proceso de rehabilitación y vuelta a la normalidad. Igualmente, la actuación en el campo sanitario puede ser observada por la comunidad internacional como un indicador de la respetabilidad y capacidad de un gobierno, lo que puede influir en el nivel de ayuda que se le conceda (Pérez de Armiño, 1997:96). La rehabilitación post-desastre del sistema de salud suele afrontar diferentes retos y dilemas. Uno de los principales radica en la definición de un marco político y operativo para el funcionamiento de dicho sistema, en el que se consensúen y establezcan las responsabilidades y estrategias de los diferentes actores implicados: autoridades nacionales y locales, personal sanitario, donantes, agencias multilaterales y ONG nacionales y extranjeras (Zwi et al., 1999:688). El establecimiento de dicho marco suele implicar una redefinición de las relaciones entre el gobierno nacional, por un lado, y los donantes y las ONG extranjeras, por otro. Hay que tener en cuenta que durante la fase de emergencia buena parte de los servicios sanitarios suelen ser garantizados por la cooperación internacional a través de las ONG extranjeras, dando lugar a un sistema de salud fragmentado y con frecuencia descoordinado. En la rehabilitación, por el contrario, debe perseguirse la capacitación de las instituciones nacionales para ejercer la necesaria coordinación y la planificación de estrategias coherentes. A la hora de definir el sistema sanitario, otro dilema consiste en determinar si aquél debe ser reconstruido tal y como existía antes del desastre, o si debe más bien ser reformado, y en qué medida, por no responder a las necesidades de la población. Habitualmente, los procesos de rehabilitación ofrecen una oportunidad para introducir reformas en la estructura del sistema sanitario, para dotarle de mayor eficiencia y mayor capacidad de proporcionar servicios más adecuados y con una mayor equidad social. Sin embargo, en muchas ocasiones las estrategias de rehabilitación que se llevan a la práctica resultan insensibles a las características y necesidades de la mayoría de la población (Macrae et al., 1995:39). En efecto, muchas veces la prioridad de la rehabilitación en el sector se orienta a la reconstrucción de sofisticadas infraestructuras físicas, como las clínicas y hospitales, que absorben gran parte de los recursos pero atienden sólo a una reducida parte de la población, principalmente urbana (ver sesgo urbano). La opción a favor de un sistema sanitario más equitativo exigiría, por el contrario, priorizar los servicios preventivos básicos (vacunación, control de enfermedades transmisibles, agua y saneamiento), la atención primaria de la salud, así como la mejora de la planificación y gestión del sistema. Igualmente necesario es el establecimiento de sistemas de información sanitaria, que proporcionen datos sobre la salud de la población y sobre la actuación de los servicios sanitarios. Una de sus facetas principales es la vigilancia epidemiológica, que permite vigilar las enfermedades con potencial epidémico y prevenir los posibles brotes epidémicos, facilitando la adopción de medidas para reducir su impacto. A fin de extender la cobertura sanitaria con unos recursos escasos, muchos de tales servicios de atención primaria pueden proporcionarse por personal poco cualificado, al tiempo que pueden complementarse con la medicina tradicional y con la integración de los sistemas tradicionales de ayuda comunitaria. Además, resulta conveniente adaptar e incorporar aquellas experiencias positivas, recursos y estrategias sanitarias que han sido desarrollados durante la guerra. Por ejemplo, en el transcurso de algunos conflictos armados en Eritrea, Namibia, Zimbabwe y Mozambique se han creado nuevas estrategias de salud primaria a veces con una fuerte implicación comunitaria. Por último también es necesario llevar a cabo programas que permitan integrar en el sistema sanitario, con el reciclaje oportuno, al personal de salud de las facciones armadas así como a los profesionales retornados del exilio (Pérez de Armiño, 1997:97). J. R. Bibliografía
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